Me contó que veían nuestros bailes como a la expresión física de las inquietudes,
en todas sus variantes, los movimientos espasmódicos que reflejaban nuestra
impotencia más humana, los giros alocados eran sin duda nuestra ira, no sólo mera
exposición de una habilidad trabajada con empeño, que también, además de un
ejercicio físicos riguroso y completo. Me dijo que el rap era la representación de
nuestra intelectualidad, improvisando rimas entrenábamos nuestras capacidades
neurolingüísticas, enfrentarse a una multitud como maestro de ceremonias ponía a
prueba nuestra inteligencia social, y escribir versos reivindicando una situación
vivida o incluso a nosotros mismos era un ejercicio vital que todo ser humano que
se precie debía practicar alguna vez. Insistió en que el graffiti era nuestro espejo
del alma, la disciplina más gráfica del abanico, decía que escribir nuestro nombre
en grande formaba parte de nuestro más primitivo deseo de autoafirmación, así
como las firmas en los bombardeos, nuestro irrefrenable anhelo de hacernos notar,
de hacer constar una identidad, la nuestra, de marcar el territorio, como cualquier
animal. De los djs hablaba como de seres todopoderosos, artífices privilegiados con
una responsabilidad íntimamente ligada a los demás elementos, ellos controlaban
el tempo, la música que a todas horas sonaba para todos, los breaks monótonos y
funkys, los loops hipnóticos de baterías que nos procuraban el trance, el bombo y
la caja, recordándonos con el dominio del scratch que sonaremos en ambos
sentidos, por siempre, que estos tiempos eran nuestros.
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